Raíces que se aferran a
un corazón desbocado, una respiración entrecortada y un sopor que asfixia. Muros que te rodean e impiden la salida que
ahora, parece no existir.
Caes en la cuenta de
cuánto tiempo ha pasado desde que se enterró tu última pasión y de cómo te
arrojaste a la droga de lo inmediato, renunciando al placer de la espera, el
gusto por aguardar algo merecido, y lo lejos que quedan las primeras veces que
recibiste esa pseudo recompensa, que trata de emular cualquier construcción
humana.
Tratas de negar esa
verdad que te acaba de congelar los huesos, piensas que tú no eres así, que no
te has podido convertir en aquello que odiabas y condenabas, pero los
argumentos no acuden a tu rescate. En ese momento recuerdas aquel diario que
dejó de saber de ti hace años, ese cuaderno en el que volcabas todos tus
desvaríos, esa agenda de sueños que dejó de volar y aterrizó, tiempo atrás, en
un cajón del que ya nunca saldrá.
La impotencia de la
situación emana lágrimas de unos ojos inyectados en frustración e incredulidad
a la vez que cada una de las escusas que te dirigieron hasta aquí, resuena en
tu cabeza, espantando aquella paz que anhelas, que ansías.
Los síntomas de la
adicción te impiden seguir escribiendo con claridad y orden, los temblores
provocados por los sollozos y el arrepentimiento te hacen menguar y ahí,
pequeño, en un rincón de un enorme cuarto aprietas los dientes y te prometes
volver atrás.
“Que la droga a la que llamamos
vida no te aparte de los sueños, que son tu vida”
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