Capítulo 2. El vuelo.
Fría
era la mañana en la que debía de partir para lo desconocido, irónico a mi
parecer, que odiando tanto el frio como lo odio, sea de lo poco que me acuerde
del comienzo de mi nuevo camino. Cuando me dispuse a arrancar rumbo al
aeropuerto, caí en un pequeño gran inconveniente. ¿Qué iba a hacer con mi
coche? No pensaba dejarlo aparcado en cualquier lugar, quién sabe el tiempo que
podría pasar hasta que volviese, si es que acaso volvía por este país. Pensé en
venderlo, pero no había tiempo, el avión salía en cinco horas. Agobiado y sin
saber qué hacer, apareció la imagen de mi compañero de panadería en mi mente,
ese viejo por el que se podría decir, que sentía una especie de afecto
inexplicable, era la única persona a la que le podría confiar el favor de
cuidar indefinidamente mi vehículo, al cual, nunca hasta la fecha, lo había contemplado como un estorbo.
Decidido
y haciendo memoria de las sinuosas carreteras que se debían de seguir para
llegar, alcancé de nuevo a ver esa preciosa vista a lo lejos, cerca ya de la
casa del viejo. Cuando llegué, el hombre, como era de esperar, no estaba, pues
el trabajo de repostería no se hacía solo, y menos ahora que contaba con dos
manos menos. Fue ella, su mujer, la que agradable como siempre me abrió la
puerta. Como pude, le expliqué mi problema y sin dudarlo, cogió las llaves de
mi coche. Lo que me hizo pensar que me expliqué bastante bien. Además, se
ofreció a explicarme qué es lo que debía de hacer, para llegar al aeropuerto
usando el sistema de transportes públicos de la zona.
Agradecido,
me despedí y comencé mi andadura por esa preciosa costa, hasta llegar a la
parada del autobús que, según esa amable mujer, debía de coger para llegar al
aeropuerto. Pasados unos fríos y largo minutos, el autobús, decidió aparecer, y
ya montado en él, con algo más de calma pero con algo más de nauseas por las
estrepitosas curvas, me dirigía al aeropuerto, al cual llegaría bien para coger
mi vuelo. Fue en este relativamente largo trayecto, en el que caí en la cuenta
de que salía de Europa, viajaba a Sudamérica, pero… ¿A dónde narices iba? ¿Qué
destino eligió el viejo para mí? Nunca le concreté dónde, qué parte de
Sudamérica era mi destino. Con ansia y nervios, saque entre temblores el
billete de avión y tras mirarlo fijamente durante unos segundos, sin ser capaz
de relacionar las letras, conseguí leer Armenia, Colombia.
La idea
no me desagradó en absoluto, siempre quise conocer Colombia. Parecía que mi
nuevo camino empezaba bien, demasiado bien a mi parecer. Viento en popa y a
toda vela, como me solía decir a mí mismo, embarqué en un trayecto a través del
inmenso charco, un trayecto, que ni por asomo me imaginé que podría llegar a
ser tan eternamente infinito. En el momento de subir al avión, pensé en todo lo
que dejaba atrás, familia, círculos cercanos a los que se les suele llamar
amigos, antiguas parejas, jefes, una casa, una habitación que me describía, en
fin… una vida. Pero lejos de que se cumpliera mi mayor temor y el
arrepentimiento anduviera hacia atrás por mí, la atmosfera de libertad que me
absorbió fue de tal magnitud, que el desapego a todo lo anterior fue pleno. No
pasaba por mi cabeza volver, arrepentirme de todo esto y conformarme con lo que
todos y todas se conformaban. Colombia y mi camino por esa tierra me esperaban
al otro lado.
Largas
horas pasé suspendido a miles de pies de altura, buscando por los rincones algo
de sueño que me hiciese el viaje más liviano, corto y ligero, pero no hubo
manera. En parte por la excitación permanente que esa atmosfera de libertad me
proporcionaba y en parte por el recién nacido que a mi lado, gritaba, pataleaba
y clamaba al cielo quién sabe qué o por qué.
En una
de mis visitas al baño, me planteé que hacer con mi documentación, si quería
empezar de cero, debía de deshacerme de todo lo que me identificara como la
persona a la cual ansiaba hacer desaparecer. Debía de ser alguien desconocido a
los ojos del mundo entero para poder crear libremente mi historia, mi camino y
mi nueva vida. Pero el conflicto era inminente. Este mundo se mueve por medio
de la exasperante burocracia, documentos de identificación y demás sandeces,
que más allá de su intento por organizarlo todo mejor, levantaba sospechas de
excederse en su control, a ojos de unos pocos, los cuales eran tachados de
paranoicos. ¡Cómo no! Fuera como fuere, decidí mantener mi documentación, por
lo menos hasta llegar a tierra, después valdría de poco pues si marchara al
extranjero con el fin de respetar todas y cada una de las normas, me vería
obligado a volver a mi país en seis meses, y eso no iba a ocurrir.
Recuerdo
mis últimos días en Madrid, organizando en secreto todos los permisos y demás
absurdas historietas que debí de organizar para poder viajar tal y como lo
estaba haciendo. Creo que nunca llegué a estar en un estado tan estridentemente
irritable, fueron unos días horribles, volando de un sitio a otro con kilos y
kilos de papeles que debía de presentar. A pesar de que la gente me acusa de
exagerado en los temas burocráticos y en general en todos los temas que me
exasperan, yo lo recuerdo así.
Viendo
que el sueño no aparecía por ningún lado, me puse con mi afición favorita,
leerme. A simple vista la gente no lo entiende y más tarde, cuando se lo
explico me tacha de narcisista, petulante o encopetado, pero en realidad me
fascinaba porque nunca lo recordaba. Me explico: En mi bolsa, siempre llevo un
cuaderno, bastante grueso y de cubierta
dura, en el cuál escribo siempre qué quiero denunciar, criticar o
expresar. Pero no siempre uso ese cuaderno para escribir, muchas veces, me
limito a leer lo que pone, pues la mayoría de textos que encuentro ahí, no los
recuerdo ni los relaciono a mí y el ver qué es lo que he sido capaz de escribir
me fascina, me divierte o a veces, me avergüenza. En este caso, abrí el
cuaderno con la intención de escribir algo, lo que fuese que saliese del
bolígrafo, pero nada se me venía a la cabeza, nada que no fuesen maneras de
silenciar al bebé de al lado y no puedo asegurar que todas esas formas eran
buenas, dentro de lo moralmente correcto. Por ello, decidí comenzar a leerme,
un texto, uno cualquiera, que lo eligiese el azar y resulto salir elegido un
texto cuyo título era “Vestido se
sumisión y pasividad” y relataba lo siguiente:
Cada día más harto de
escuchar, con progresiva reiteración, frases como “Es lo que toca” , “Hay que
aguantarse y dar gracias” y similares sandeces fruto de la sumisión que este
planeta mastica día a día. Más hasta las narices de ver como los que luchan
caen y se rinden y sobre todo hastiado al ver que esto no para, cada día es más
difícil vivir y el ser humano que vive en sociedad está cambiando a peor. El
ser humano de ahora, considera libertad al hecho de tener el dinero suficiente
como para mal pagar una casa, una alimentación para su familia y para pagar
necesidades básicas, ahora de índole privada con fachada pública, sin importar
lo más mínimo el tiempo que haya invertido en el trabajo, sin importar porque
suelas deambule su dignidad. El ser humano de la actual sociedad afirma y alega
públicamente que mientras tenga el dinero suficiente para salir a flote, va
sobre ruedas y que da gracias a ello, olvidándose por completo de lo que
verdaderamente es la libertad, pasando por alto su corazón, su bienestar y el
de los demás.
Y es que
vivimos en un mundo en el que cada vez somos más dependientes del dinero y cada
vez hay menos. Un mundo en el que se infravaloran los estudios, la
profesionalidad, las personas y su dignidad. Vamos directas a un oscuro pozo de
sumisión y pasividad que afecta a las mentes más jóvenes y revolucionarias.
Puede ser que
esta opinión la comparta más de la mitad de la población, pero desde casa no se
soluciona nada, el apoyo moral no sirve de nada contra porras, pelotas de goma,
desahucios, privatizaciones y leyes injustas. Cada frase contaminada es un
lastre para la pacífica batalla de la libertad, cada mirada gacha un paso atrás
y cada grito callado un obstáculo más.
“Tal vez sea
hora de abandonar el bien propio y coger el relevo del bien común que tanto
anhelamos”.
En especial, este texto, no
me asombró, es más, es de los pocos que si podría sospechar que es mío, incluso
vosotros, solo con lo que habéis leído hasta ahora, podríais relacionarlo a mí.
Pero supongo que fue simplemente casualidad, no abundan los textos de este tipo
en mi cuaderno, de hecho, la mayoría, no llegan a ser si quiera textos
completados, pues el agolpamiento de ideas en mi cabeza, la mayoría de veces
hace que me sea tarea imposible es escribir. Reflexionando sobre este suceso,
me quedé absorto, mirando el infinito y los parpados comenzaron a pesar.
Por fin
dormía, desde hacía ya rato, cuando una voz, a saber, la del piloto, nos avisó
de que en breves pisaríamos suelo sudamericano, en concreto, colombiano.
Desorientado, sin saber en qué día y hora me encontraba, me preparaba para toda
la odisea que me esperaba antes de salir del aeropuerto. Esperar a mi maleta,
enseñar el visado unas mil veces, buscar la salida previamente habiendo
conseguido un mapa y otras hazañas que no esperaba con mucho ímpetu, pero que
si tenía ganas de terminar para poder deambular por Armenia.
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