viernes, 23 de agosto de 2013

Travesías de asfalto.



Capítulo 2. El vuelo.

Fría era la mañana en la que debía de partir para lo desconocido, irónico a mi parecer, que odiando tanto el frio como lo odio, sea de lo poco que me acuerde del comienzo de mi nuevo camino. Cuando me dispuse a arrancar rumbo al aeropuerto, caí en un pequeño gran inconveniente. ¿Qué iba a hacer con mi coche? No pensaba dejarlo aparcado en cualquier lugar, quién sabe el tiempo que podría pasar hasta que volviese, si es que acaso volvía por este país. Pensé en venderlo, pero no había tiempo, el avión salía en cinco horas. Agobiado y sin saber qué hacer, apareció la imagen de mi compañero de panadería en mi mente, ese viejo por el que se podría decir, que sentía una especie de afecto inexplicable, era la única persona a la que le podría confiar el favor de cuidar indefinidamente mi vehículo, al cual, nunca hasta la fecha,  lo había contemplado como un estorbo.
Decidido y haciendo memoria de las sinuosas carreteras que se debían de seguir para llegar, alcancé de nuevo a ver esa preciosa vista a lo lejos, cerca ya de la casa del viejo. Cuando llegué, el hombre, como era de esperar, no estaba, pues el trabajo de repostería no se hacía solo, y menos ahora que contaba con dos manos menos. Fue ella, su mujer, la que agradable como siempre me abrió la puerta. Como pude, le expliqué mi problema y sin dudarlo, cogió las llaves de mi coche. Lo que me hizo pensar que me expliqué bastante bien. Además, se ofreció a explicarme qué es lo que debía de hacer, para llegar al aeropuerto usando el sistema de transportes públicos de la zona.
Agradecido, me despedí y comencé mi andadura por esa preciosa costa, hasta llegar a la parada del autobús que, según esa amable mujer, debía de coger para llegar al aeropuerto. Pasados unos fríos y largo minutos, el autobús, decidió aparecer, y ya montado en él, con algo más de calma pero con algo más de nauseas por las estrepitosas curvas, me dirigía al aeropuerto, al cual llegaría bien para coger mi vuelo. Fue en este relativamente largo trayecto, en el que caí en la cuenta de que salía de Europa, viajaba a Sudamérica, pero… ¿A dónde narices iba? ¿Qué destino eligió el viejo para mí? Nunca le concreté dónde, qué parte de Sudamérica era mi destino. Con ansia y nervios, saque entre temblores el billete de avión y tras mirarlo fijamente durante unos segundos, sin ser capaz de relacionar las letras, conseguí leer Armenia, Colombia.
La idea no me desagradó en absoluto, siempre quise conocer Colombia. Parecía que mi nuevo camino empezaba bien, demasiado bien a mi parecer. Viento en popa y a toda vela, como me solía decir a mí mismo, embarqué en un trayecto a través del inmenso charco, un trayecto, que ni por asomo me imaginé que podría llegar a ser tan eternamente infinito. En el momento de subir al avión, pensé en todo lo que dejaba atrás, familia, círculos cercanos a los que se les suele llamar amigos, antiguas parejas, jefes, una casa, una habitación que me describía, en fin… una vida. Pero lejos de que se cumpliera mi mayor temor y el arrepentimiento anduviera hacia atrás por mí, la atmosfera de libertad que me absorbió fue de tal magnitud, que el desapego a todo lo anterior fue pleno. No pasaba por mi cabeza volver, arrepentirme de todo esto y conformarme con lo que todos y todas se conformaban. Colombia y mi camino por esa tierra me esperaban al otro lado.
Largas horas pasé suspendido a miles de pies de altura, buscando por los rincones algo de sueño que me hiciese el viaje más liviano, corto y ligero, pero no hubo manera. En parte por la excitación permanente que esa atmosfera de libertad me proporcionaba y en parte por el recién nacido que a mi lado, gritaba, pataleaba y clamaba al cielo quién sabe qué o por qué.
En una de mis visitas al baño, me planteé que hacer con mi documentación, si quería empezar de cero, debía de deshacerme de todo lo que me identificara como la persona a la cual ansiaba hacer desaparecer. Debía de ser alguien desconocido a los ojos del mundo entero para poder crear libremente mi historia, mi camino y mi nueva vida. Pero el conflicto era inminente. Este mundo se mueve por medio de la exasperante burocracia, documentos de identificación y demás sandeces, que más allá de su intento por organizarlo todo mejor, levantaba sospechas de excederse en su control, a ojos de unos pocos, los cuales eran tachados de paranoicos. ¡Cómo no! Fuera como fuere, decidí mantener mi documentación, por lo menos hasta llegar a tierra, después valdría de poco pues si marchara al extranjero con el fin de respetar todas y cada una de las normas, me vería obligado a volver a mi país en seis meses, y eso no iba a ocurrir.
Recuerdo mis últimos días en Madrid, organizando en secreto todos los permisos y demás absurdas historietas que debí de organizar para poder viajar tal y como lo estaba haciendo. Creo que nunca llegué a estar en un estado tan estridentemente irritable, fueron unos días horribles, volando de un sitio a otro con kilos y kilos de papeles que debía de presentar. A pesar de que la gente me acusa de exagerado en los temas burocráticos y en general en todos los temas que me exasperan, yo lo recuerdo así.
Viendo que el sueño no aparecía por ningún lado, me puse con mi afición favorita, leerme. A simple vista la gente no lo entiende y más tarde, cuando se lo explico me tacha de narcisista, petulante o encopetado, pero en realidad me fascinaba porque nunca lo recordaba. Me explico: En mi bolsa, siempre llevo un cuaderno, bastante grueso y de cubierta  dura, en el cuál escribo siempre qué quiero denunciar, criticar o expresar. Pero no siempre uso ese cuaderno para escribir, muchas veces, me limito a leer lo que pone, pues la mayoría de textos que encuentro ahí, no los recuerdo ni los relaciono a mí y el ver qué es lo que he sido capaz de escribir me fascina, me divierte o a veces, me avergüenza. En este caso, abrí el cuaderno con la intención de escribir algo, lo que fuese que saliese del bolígrafo, pero nada se me venía a la cabeza, nada que no fuesen maneras de silenciar al bebé de al lado y no puedo asegurar que todas esas formas eran buenas, dentro de lo moralmente correcto. Por ello, decidí comenzar a leerme, un texto, uno cualquiera, que lo eligiese el azar y resulto salir elegido un texto cuyo título era “Vestido se sumisión y pasividad” y relataba lo siguiente:
Cada día más harto de escuchar, con progresiva reiteración, frases como “Es lo que toca” , “Hay que aguantarse y dar gracias” y similares sandeces fruto de la sumisión que este planeta mastica día a día. Más hasta las narices de ver como los que luchan caen y se rinden y sobre todo hastiado al ver que esto no para, cada día es más difícil vivir y el ser humano que vive en sociedad está cambiando a peor. El ser humano de ahora, considera libertad al hecho de tener el dinero suficiente como para mal pagar una casa, una alimentación para su familia y para pagar necesidades básicas, ahora de índole privada con fachada pública, sin importar lo más mínimo el tiempo que haya invertido en el trabajo, sin importar porque suelas deambule su dignidad. El ser humano de la actual sociedad afirma y alega públicamente que mientras tenga el dinero suficiente para salir a flote, va sobre ruedas y que da gracias a ello, olvidándose por completo de lo que verdaderamente es la libertad, pasando por alto su corazón, su bienestar y el de los demás.
   Y es que vivimos en un mundo en el que cada vez somos más dependientes del dinero y cada vez hay menos. Un mundo en el que se infravaloran los estudios, la profesionalidad, las personas y su dignidad. Vamos directas a un oscuro pozo de sumisión y pasividad que afecta a las mentes más jóvenes y revolucionarias.
   Puede ser que esta opinión la comparta más de la mitad de la población, pero desde casa no se soluciona nada, el apoyo moral no sirve de nada contra porras, pelotas de goma, desahucios, privatizaciones y leyes injustas. Cada frase contaminada es un lastre para la pacífica batalla de la libertad, cada mirada gacha un paso atrás y cada grito callado un obstáculo más.
                “Tal vez sea hora de abandonar el bien propio y coger el relevo del bien común que tanto anhelamos”.

En especial, este texto, no me asombró, es más, es de los pocos que si podría sospechar que es mío, incluso vosotros, solo con lo que habéis leído hasta ahora, podríais relacionarlo a mí. Pero supongo que fue simplemente casualidad, no abundan los textos de este tipo en mi cuaderno, de hecho, la mayoría, no llegan a ser si quiera textos completados, pues el agolpamiento de ideas en mi cabeza, la mayoría de veces hace que me sea tarea imposible es escribir. Reflexionando sobre este suceso, me quedé absorto, mirando el infinito y los parpados comenzaron a pesar.

Por fin dormía, desde hacía ya rato, cuando una voz, a saber, la del piloto, nos avisó de que en breves pisaríamos suelo sudamericano, en concreto, colombiano. Desorientado, sin saber en qué día y hora me encontraba, me preparaba para toda la odisea que me esperaba antes de salir del aeropuerto. Esperar a mi maleta, enseñar el visado unas mil veces, buscar la salida previamente habiendo conseguido un mapa y otras hazañas que no esperaba con mucho ímpetu, pero que si tenía ganas de terminar para poder deambular por Armenia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario