miércoles, 7 de mayo de 2014

¿Y qué digo yo ahora?

   Es muy angustioso el sentarse ante un papel, empuñando un bolígrafo y no saber que escribir, sobre que hablar, que hacer. Más aún cuando esto es provocado por el colapso de cosas de las que alguien quiere hablar, y no por escasez de ideas. Hoy día, todo lo conocido es demandable, criticable y de forma proporcional, todo el mundo se convierte en un ser que debate, crítico e inunda con palabras todo. Me pregunto si esto no hace que se pierda algo de valor, que se desperdicien entre las palabras sin sentido de algunos, las  ideas que podrían iluminar la oscuridad. De todos es sabido, que ante la imposición de una nueva ley, las redes sociales son colapsadas al momento, en las noticias se difunde la misma y el boca a boca completa el ciclo de transmisión de la información. Este fenómeno ocurre con todo, el gol de un equipo de futbol multimillonario, un atentado, una injusticia… Pero mucho me temo que las redes sociales solo se usan como una válvula de escape para el enfado del pueblo, así pues, si algo no me gusta, entrare en mi cuenta de Facebook y posteare mi enfado, probablemente con alguna foto que llame la atención y que este post sea compartido. Acto seguido de subir mi publicación a esta red social, mi enfado se atenuará, disipándose progresivamente hasta que llegue a mi cabeza la idea de que ya he añadido mi granito de arena en esa lucha. 
   Y esa es la rutina diaria de muchos internautas que están todo el día saturando redes sociales, ocupando el espacio que deberían ocupar ideas, alternativas y propuestas de mejora, que parecen estar exiliadas de este planeta, pues ya no existe apenas la puesta común de ideas entre personas, que como he dicho, están muy ocupadas, de compras, twiteando o destrozando sus ojos y su educación ante un televisor.
   Pero parece que el ser humano, sedentario por elección, se asienta sobre esta forma de vida, como una forma de vida llevadera y agradable que se resume en una frase: “Ya el quejarse no sirve ¡Pero oye! De momento siguen dejando que me  queje”.
   Es triste, pero es la cruda realidad, cada día crece la necesidad de compartir techo con la tecnología Android, con un televisor que ocupe lo mismo que una cama o más, crece el descontento de las familias que no pueden dar a su hijo la consola de última generación que sus compañeros de clase tienen, pero olvidamos lo fundamental, olvidamos que compartimos techo con nuestros iguales, nuestros hijos/as, hermanos/as… y que son mil veces más importantes que lo material. Olvidamos también cuál es el siguiente paso cuando las quejas no funcionan y os aseguro que no es quedarse de brazos cruzados. Cada día los jóvenes son formados de manera más incompleta, aportando solo lo esencial para que el día de mañana salga de la escuela convertido en un profesional de su campo, como dicta la LOMCE, pero olvidamos el desarrollo del individuo como persona dotada con dignidad; olvidamos la formación informal, que está al límite de la extinción, pues ya no se transmiten valores ni educación que no sean mancillados por la televisión, la publicidad y sus ansias de obtener beneficios a costa de lo que sea.
   Y aquí sigo yo, en guerra con mi mundo interior y sin saber que letra será la que comience mi texto, porque sinceramente no sé de qué quiero hablar primero.

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